martes, 12 de abril de 2011

NICOLÁS ORTIZ PACHECO, POETA "PORTUGALUJO"



De manera habitual he ido acercando al blog portugalujos de todas las clases sociales, ricos y pobres, celebres y apreciados, de aquí y del otro lado de los mares, y de este y de los otros portugaletes.

En esta ocasión traigo a esta bitácora a uno de estos últimos, un célebre "portugalujo" nacido en el Portugalete de Bolivia y que ha pasado a la posteridad gracias al arte de sus versos así como por sus libros publicados.

El “Portugalujo” de hoy es Nicolás Ortiz Pacheco, nacido en Portugalete (Bolivia) en 1893 y nieto del dueño de la estancia situada en este lugar y ex presidente de la nación Gregorio Pacheco, al cual ya acercamos al blog en entradas pasadas.

El texto está tomado de una página de internet apareciendo, como es norma habitual de este blog, el enlace y el autor de este trabajo al final de estas líneas.

Espero que el mismo guste y hasta la próxima

Nicolás Ortiz Pacheco | (1893-1953)

Nicolás Ortiz Pacheco: “Parece reír y está llorando"

Juan José Pacheco Balanza.

Inevitablemente, la vida de los poetas se ve ligada a su obra, y esta afirmación, en algunos casos como es el de Nicolás Ortiz Pacheco, adquiere una dimensión mayor, puesto que en él vida y obra se enlazan y recuerdan, se enriquecen y afirman.

Don Nicolás Ortiz Pacheco, nació en la propiedad rural de Portugalete en el Departamento de Potosí, perteneciente a su abuelo el ex presidente de la República Don Gregorio Pacheco, al acabar el siglo XIX (1893) y murió en la ciudad de Cochabamba, sesenta años después (1953). Aun siendo así, paradójica e indiscutidamente es considerado como un poeta y un personaje célebre e ilustre de la ciudad de Sucre.

Las anécdotas atribuidas a su conducta son muchas y variadas; todas realzan su carácter mordaz y su concepto altamente espiritual, de los cuales su obra poética se nutre. Es Plenitud de plenitudes su único poemario publicado póstumamente, en el que se recoge la mayor parte de los poemas escritos a lo largo de su vida.

En Nicolás Ortiz Pacheco encontramos lo que pudiera significar la quintaesencia del espíritu sucrense: un poco loco y sabio, portador de un humor negro y erudito, con un lenguaje mordaz y una imaginación sin límites. Atrevido y libre, suspicaz y genial, él supo en sus poemas exaltar el dolor y la belleza, la tristeza y lo sutil.

Nicolás Ortiz Pacheco vivió gran parte de su vida en nuestra ciudad y es evidente en su obra que desarrolló con ella un idilio trágico, el mismo que ahondaría su concepto de la vida, el decurso de su obra y su comportamiento social; éste último ha sido indebida y exageradamente estigmatizado en la bohemia, que se dice vivió, pero esto es comprensible en una ciudad como la nuestra chica y conservadora, y parece que cuánto hace ya, muy dada al chisme.

Lo cierto es que desarrolló una obra poética intensa y profunda, con alusiones directas a su modo de concebir al hombre, al mundo y al alma de ambos. Poesía romántica la suya, pero, asimismo, poesía modernista, puesto que la temática que abarca transcurre desde el amor desgarrado hasta la filosofía, desde la monotonía hasta la euforia, desde la vanagloria hasta la confidencia.

Es la suya una poesía que nos desentraña los misterios de su espíritu y nos permite ver en ella reflejada sus conceptos y temores, sus contrastes y fracasos, y se puede decir también que su triunfo, sobre una época y lugares que quizás no lo correspondían, como sucede con los grandes hombres, con los grandes artistas, con los grandes poetas como él, incomprendidos y, por tanto, solos, menospreciados y por tanto angustiados, condenados al arte y a la muerte en un lugar lejano.

Aquel ser festivo que se le atribuye, en sus versos es desplazado por uno agudo y profundo, desgarrado, de filosofía pesimista y amante de la muerte. Enamorado lúcido, él espera a un ángel y a un demonio.

En unos versos que no se encuentran incluidos en su Plenitud de plenitudes, nos revela: “Sin rencor por los males que me hicieron / con ansiedad de bien y de hidalguía / quiero esquivar el mal con la ironía / y hasta el fin conservar el don de amar”.



Es una relación de enriquecimiento mutuo entre vida y obra y viceversa, la que atronadoramente llega por intermedio de sus versos hasta nuestros días, y nos demuestra que vivir es sentir, es arriesgarse, darse entero a la vida, a la obra y a la muerte. El poeta será el que devele esta verdad sin ambages, el que la desnude ante la sociedad y la posteridad; es el poeta el testigo espiritual de su época.

Pero “sursum corda”, arriba los corazones: “Que hasta el fondo del ser llegue la luz”, aún cuando “ya cansa tanto hacer de yunque: / recibir en mitad del corazón / de martillo repiques a porfía, / dobles de comba cada día... / y por compensación / falta de amor y falta de piedad... / miserias, menosprecios, soledad”.

El poeta impreca al dolor y lo nombra su amigo, su maestro, su hermano y le dice: “Por más que el alma mía esté deshecha, / no te pido piedad: te pido altura”.

Y nos dice a nosotros los poetas, cual una lección sabia y atroz: “No son manchas, hermano, tus flaquezas, / para que estés por ellas triste, esquivo; / si dominar no puedes tus tristezas, / apiádate de ti, sé compasivo”. Y al igual que Friedrich Nietzsche, él compara al poeta con un bufón, con un payaso: “Ya sin tener ni adónde dar un paso, / pues, —¿qué has de hacerlo?— da una voltereta, / que eres poeta, menos que payaso”, “y mientras hagas versos —¿qué más quieres?—, / el hambre de tus hijos que te harte...”

Y bien lo predijo en su poema Sarcasmo: “Amalgama de amor y de ironía, / fue su vida una insólita aventura”.

El poeta, entonces, nos enseña desde su obra una lección dolorosa pero vital: “Y me cansa vivir, / y me arredra morir / porque sé que la muerte / es otra vida inerte”, “la muerte sólo es muerte, compañero, / y a un ser a quien se quiere nunca muere”. Será, pues, que él no ha muerto, que su obra lo perdura: “—¿Quién camina por la estancia? —¿Quién turbar su sueño quiere? / Nadie, nadie (...) El silencio es lo que suena”.

Pero su mensaje adquiere un hálito de esperanza: “Antaño yo no supe de un oriente; / hoy columbro una luz, y voy a ella: / no sé si es luz de luna o luz de estrella, / más una claridad baña mi frente”. “Y cuando vencedor sea de tanta / perversidad que al fin hastía, / habré rehecho la esperanza mía / y estará el porvenir bajo mi planta”.
Siempre el poeta, en todos los tiempos, restituyó el idioma a sus cauces originarios: “los versos auténticos siempre son signos de ritmos primarios del mundo” afirmaba Friedrich Gundolf, miembro preclaro del círculo de George (Stefan George), que teorizó en Europa sobre la posición del poeta en la sociedad, y concluiría en que el poeta se distinguía porque vivía una vida verdadera, reflejada en su obra. Y al verdadero poeta ni siquiera publicar le estará permitido, sus ediciones no alcanzarán a ser leídas sino por sus allegados y gente escogida, extraña fatalidad la que lo acompaña. Pero su obra, si alcanza esa “revelación última de los misterios naturales”, pervive, y en ella su voz, la voz del poeta aquel conocedor de almas, vence al tiempo y a la frágil memoria.

Don Nicolás Ortiz Pacheco, por intermedio de su obra nos ha legado una lección final, y es que en esta vida “quien pierde gana”; el que pierde la vida en la poesía, la gana en el paraíso de la memoria futura, en el alma de los próximos.

Por eso, yo debo aumentar “una lágrima a mi vino” en su memoria, Don Nicolás.


http://www.jornaldepoesia.jor.br/BHBHnicolasortizpacheco.htm

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